Había una vez una vieja seca, incapaz de producir sangre cuando se pinchaba con la aguja intentando bien que mal, remendar unos antiguos calcetines roídos por los ratones.
Tan seca como una uva pasa, apenas parecía tener más efluvios que los del azul de sus ojos acuosos con cataratas opacas.
Para la conversación con la gente era también seca, si podía hacer un gesto se ahorraba las palabras.
Vivía en una casita, un poco más apartada de las otras, en la parte empinada de una colina que dejaba a la anciana a diario sentada en la antojana de su casa de cara al mar.
Apareció un día un eminente médico que quiso hacer gala de su altruismo y de paso una buena publicidad pretendiendo tratar durante sus primeras semanas aquellos casos que parecieran más incurables por su suma gentilidad.
Por más que insistió a la anciana no hubo modo de operarle las cataratas.
"¿Pero no ves buena mujer que te vas a quedar ciega?"
Ella sabiéndose vieja supo muy bien qué contestar e hizo gala de sus parcas pero sabias palabras;
"¿Para qué voy a querer ver yo ahora el mundo cambiar si siempre me gustó como estaba? Todo lo que vi bien aprovechado lo tengo y lo que ahora veo la catarata no me lo va a quitar".
El médico optó por tratar a otros pacientes, todos quedaron satisfechos porque él se había procurado de tratar a los curables para evitar comenzar con mal pie.
El hombre se asombraba cuando de lejos veía cada atardecer la silueta recortada de la mujer saliendo a tomar el aire salado en su antojana. No podía comprender cómo no estaba ya inútil y ciega. Un buen día se decidió a ir a verla. La encontró remendando calcetines y olió el pan que ella debía tener cociendose en el horno. La mujer no le dirigió la palabra pero debió percibir que alguien andaba ahí porque agarró sus agujas con las puntas hacia un posible adversario. "Es un paisaje estupendo" dijo tras carraspear el médico. A lo que ella contestó sonriendo "Sí aventuraría a decir que lo es incluso cuando no lo es para usted porque en mi memoria lo tengo".
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