Tomaba riesgos, porque se la pelaba todo. Porque no veía por qué darle tanta importancia a las posibilidades potenciales irrealizables (esas dejan de ser potenciales cuando no se intentan).
Había sufrido tantos rechazos, tantos reveses... en definitiva, había sobrevivido a tantos repudios que ya no los veía como un peligro real. Si todos los peligros de la vida fuesen iguales podría sentirse imbatible, casi casi inmortal.
Ahí estaba, dispuesta a todo. A darlo todo en cada intento. A no recular hasta la línea de combate. Aunque una vez ahí no tuviese armas, ni defensa, ni nada. Si la historia fenecía en esa misma línea, ahí se quedaba. Ella ya retomaría la marcha, hacia otro lugar, hacia donde apuntase su brújula, hacia donde le impulsase su hambrienta alma.
Siempre más, siempre más, con un insaciable estómago etéreo su existencia le pedía experiencias que rememorar. Su existencia le pedía vida.
No arriesgarse era la muerte y en tal continua batalla su corazón se curtía y su mente se agudizaba.
Peligros reales, peligros imaginarios, peligros mínimos, peligros mortales... era una cuestión de evaluación, sentido común y valentía.
Más de 28 años le había costado ser como era, si cambiaba sería únicamente lo necesario. Ella era su consciente obra, su consciente producto, su proyecto en constante realización. Cuestionarse era un hábito, orientarse una necesidad. El trabajo jamás acabaría.
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